Publiqué este texto en mi blog la semana pasada, y tras recibir varios mensajes de agradecimiento por hablar de este tema he decidido traducirlo y compartirlo aquí, en mi otra casa virtual. Empecé a compartir artículos en la red hace 10 años. He hablado del aborto del primer trimestre. He hablado de múltiples temas relacionados con el embarazo. He hablado de partos de todo tipo y en diferentes contextos, con o sin dificultades, pero que culminan con la llegada al mundo de un bebé vivo. Y a veces el nacimiento no es el inicio de la vida, sino el final. A veces, lamentablemente, nacer es una despedida.

La Organización Mundial de la Salud define la muerte perinatal como la que ocurre entre las 22 semanas de gestación y los primeros 7 días tras el nacimiento. Otras definiciones incluyen a los bebés fallecidos hasta los 28 días de vida. Dentro de la mortalidad perinatal existe la muerte fetal (antes del nacimiento) y la neonatal (después). Además de muertes espontáneas, también hay interrupciones del embarazo por patologías graves, aceptadas por la ley en determinados supuestos, y bebés que nacen con enfermedades incompatibles con la vida. En este artículo me centraré en la muerte intrauterina, la diagnosticada antes del parto. Causas hay muchas, sobre todo problemas del bebé o complicaciones del embarazo, pero muchas veces, por muchas respuestas que se busquen, nunca se llega a saber qué ha ocurrido.

A menudo se tiende a proteger a las mujeres embarazadas evitando explicarles historias con un final no feliz. Por este motivo, alguien quizás podría pensar que en un blog como este, que trata sobre el embarazo y el parto, no es necesario hablar de la muerte, y que hacerlo podría ser catastrofista o insensible. Todo el mundo es libre de no leerlo, pero no hablar de las cosas, y taparlas, no hace que no ocurran. Hablar de ella, y darle el espacio que se merece, hace que la muerte y las familias que la viven dejen de ser invisibles.

Precisamente es de esta invisibilidad de lo que se quejan las personas que viven la muerte fetal. Se habla poco de ella, porque duele. Incluso la gente cercana, a veces, se aleja porque no sabe qué decir, y esto aún duele más. Un abrazo o agarrar la mano también acompaña. Las palabras no quitan el dolor, no es necesario decir nada para estar presente. De hecho, hay frases que duelen, aunque no se digan con mala intención. “Tranquila, ya tendrás otro”. No, un bebé muerto nunca será substituido por otro, cada uno ocupa su lugar en la familia, y que se le intente tapar duele. “Mejor así que cuando ya hubiese nacido”. Nunca es mejor, ni menos peor, es algo tan sumamente doloroso que no hay palabras de consuelo posibles ni momentos más idóneos para experimentar lo que nadie quisiera vivir jamás.

El momento del diagnóstico es gélido. Cuando lo vivo, mientras hago la ecografía y veo las válvulas cardíacas inmóviles, se que lanzaré un meteorito sobre esa familia. No quiero hacerlo, porque no quiero que sea real, y porque les querría proteger, pero tampoco lo puedo evitar ni retrasar. Lo volvería a comprobar mil veces pero sé que es real. Es imposible equivocarse. No hay latido. El corazón ha dejado de latir. El bebé ha muerto. No hay una frase mejor, ni menos peor. Con solo cuatro o cinco palabras todo aquello que se había construido y soñado se derrumba como un castillo de naipes. No hay caída lenta posible.

A partir de aquí cualquier combinación de reacciones es posible. Las he visto de todos los colores. Negación, preguntas, culpa, castigo, rabia, llanto desconsolado, perplejidad. Nada es ilícito, no hay ningún manual de la buena reacción. El cerebro va a mil revoluciones por minuto intentando comprender y procesar lo que está ocurriendo. Se puede salir de la realidad y volver a entrar en ella varias veces. Se puede pedir que se vuelva a comprobar que, realmente, no hay latido. Nada consuela ni calma.

Pasados los primeros instantes viene el momento de la pregunta: “Y ahora, ¿qué?”. Sí, hay que parir. Si no hay una patología materna grave que implique un riesgo, ni han empezado las contracciones, el parto no ha de ser inmediato. De hecho, puede ir bien ir a casa y pasar allí un rato en la máxima intimidad, y volver al hospital cuando se sienta que ha llegado el momento. Hay gente que no quiere esperar. Hay gente que no quiere volver a casa, porque en el fondo hacerlo es enfrentarse a la realidad exterior, llegar a una casa vacía y dar la noticia a la familia, y a otros hijos, si se tienen. Es como si la luz del sol cegase, y dentro de las paredes del hospital se siente cierta protección, como en una burbuja. No hay nada mejor, hay que encontrar la solución menos dolorosa, dentro de todo, para cada familia.

La primera reacción de muchas madres es pedir una cesárea. Se puede ver como una salida de emergencia rápida: se pone anestesia, no se nota nada, no hay que hacer nada activamente y todo termina. Pero no, más que terminar, todo empieza. Empieza un camino largo de duelo, de aceptación y de recomposición, de aprender a vivir con la pérdida. La cesárea no es la mejor opción. Tiene más riesgos que el parto vaginal, tanto durante la cirugía como en embarazos futuros. Implica más días de estancia en el hospital, una cicatriz en el útero y un mayor tiempo de espera antes de buscar otro embarazo. Nadie puede dar un bebé vivo a esta familia. Lo único que se les puede dar, ahora mismo, es la menos peor de las despedidas. Y este nacimiento es una despedida.

Parir a un bebé sin vida es duro, y puede ser largo, sobre todo teniendo en cuenta que en la mayoría de casos el parto es inducido. Requiere mucho acompañamiento, mucha sensibilidad, y también mucha intimidad. La gestión del dolor físico es decisión de la madre. Si no quiere sentir dolor, lo ideal es administrar analgesia epidural lo antes posible, pero es ella quien decide, e imponérsela sería excesivamente paternalista y protector. El monitor se utiliza igualmente, pero solo para controlar las contracciones. El silencio de la sala, sin el trote de los latidos, impresiona por muchas veces que se haya vivido. Ese día se respira un ambiente diferente en toda la Sala de Partos.

Saber que se ha llegado al expulsivo puede ser reconfortante. Ya casi está. Son momentos de concentración, de expresión generalmente seria, de entrega. Se sacan fuerzas de debajo de las piedras para empujar bien fuerte. Aquí todo lo ha de hacer la madre, porque el bebé no tiene tono muscular, no flexiona y deflexiona la cabeza, no camina hacia la salida, es empujado. Cuando sale la cabeza el único llanto es el de los padres, no retumba ninguna orquestra. El silencio es ensordecedor y la pena inunda la sala.

El bebé se puede colocar directamente sobre la madre o lo puede coger la matrona y traerlo después. Vale la pena hablar de todo esto durante el trabajo de parto o antes, y concretar qué quiere la madre y cómo puede tener la menos peor de las despedidas. Algunas familias, inicialmente, rechazan ver a la criatura. Es cierto que verla es una vivencia intensa y duele, pero no verla no duele menos, ni hace que no haya ocurrido. Se siente mucha pena, pero también paz. Ver al bebé, cogerlo, tenerlo en brazos, contemplarlo, llamarle por su nombre y decirle cómo se le quiere ayuda a construir los días que vendrán. La mayoría de personas, cuando se les explica esto, acceden, pero también los hay que se mantienen firmes en su decisión. Por mucho que después se puedan arrepentir, no se les puede forzar ni obligar. No hay ningún tiempo óptimo, ni mínimo ni máximo, para pasar con el bebé. Todo el mundo ha de hacer lo que sienta y necesite, sin pensar en los demás, sin miedo a molestar. No olvidaré nunca a una madre que, presionada por sus familiares, soltó a su hija antes de lo que ella hubiese necesitado, y más adelante se sentía culpable por no haber pasado suficiente tiempo con ella. Sumar este sentimiento a la pena que ya tenía era evitable. Desde entonces hago especial hincapié a las familias que viven una muerte fetal. No hay ninguna prisa, estos instantes quedarán grabados para siempre en la memoria. Solo hay este momento, los demás serán tan solo con su recuerdo.

Tras el parto se produce el alumbramiento de la placenta. El poder de las hormonas es tan grande que, a pesar de no haber succión, se pone en marcha la producción de leche. Tomando pastillas para inhibirla se puede evitar el mal trance de ver los pechos llenos de leche para un bebé que no está. No obstante, no siempre son efectivas, y a veces sube la leche igualmente. Si la madre no sabía que esto podía ocurrir, puede ser una jarra de agua fría. Algunas mujeres deciden no inhibir la lactancia y dejar que todo siga su curso natural, y las hay que deciden incluso donar su leche. No hay una decisión mejor que otra.

Tras el parto también vienen las preguntas, a menudo sin respuesta. Se analizan los acontecimientos y las horas previas al diagnóstico, buscando dónde se ha podido fallar, y si se hubiese podido hacer algo para evitar este fatal desenlace. “Si hubiese venido antes…”. “Si me hubiesen hecho una ecografía…”. La muerte fetal no avisa. Es cierto que hay casos que se podrían haber prevenido (o se habría podido intentar), pero por mucho que avance la ciencia y el seguimiento del embarazo sea impecable, hay un porcentaje de mortalidad no evitable.

La estancia en el hospital, si todo está bien, ha de ser lo más breve posible. Volver a la intimidad del hogar es muy necesario, pero impone respeto. Llegar a casa con los brazos vacíos duele. A partir de aquí empieza un sinfín de primeras veces que, a veces, producen más miedo que dolor: primera salida a la calle, primer encuentro con conocidos que preguntan, con amigos, con la familia, primera actividad de supuesto ocio o entretenimiento, primera vuelta al hospital… Cada una de ellas, cada enfrentamiento con la realidad, es un pequeño paso para la construcción del nuevo mañana. Un mañana de convivir con la pérdida, de hacer un hueco en la familia para el pequeño o pequeña que ya no está y, si se tienen ganas, de plantear un nuevo embarazo en un futuro próximo. Un bebé nunca sustituirá a otro, pero si el proyecto de familia que se había planteado incluía otro hijo, buscarlo es bien lícito, y no por hacerlo se querrá menos al que se ha marchado.

Y hasta aquí este texto escrito con el máximo respeto y admiración hacia quien experimenta una muerte fetal en primera persona, recogiendo cada una de las vivencias compartidas a lo largo de mi trayectoria profesional. Quizás he tocado más de una fibra sensible. Quizás hay quien preferiría no haberlo leído. Pero espero haber ayudado a hacer sentir, ni que sea a una sola persona, que no está sola. Haber puesto palabras a su vivencia. O haber ayudado a alguien a entender a alguna persona próxima que está viviendo o ha vivido una pérdida, a estar a su lado sin huir, sin necesitar decir nada, simplemente estando. No por no hablar de ella la muerte dejará de existir.